La historia del Padre Andrés Fernandez, 45 años como ‘preso de vocación’

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El sacerdote Andrés Fernández va de negro. Ni una arruga en la sotana. Pasa los controles de los guardias, en la entrada de la cárcel. Con misal y Biblia en mano, llega para celebrar la eucaristía. Atraviesa las rejas. Se dirige al patio, la bullaranga. Y justo cuando va a acomodar su altar:


–¡Cura, tírese al suelo! –Lo empuja un interno, acto seguido de un tas tas tas de balacera que dura apenas unos minutos, aunque el religioso lo vive como un purgatorio. “Ni le cuento cómo quedó el vestido”, bromea. “Me tocó la época más dura de las cárceles, que fue la década del noventa. En ese tiempo era bala va, bala viene, droga va y droga viene”.

Bogotano de acento paisa, el padre Andrés reparte sus días entre las penitenciarías y la fundación Caminos de Libertad, cuyo edificio se levantó entre el 2009 y el 2011, a escasas cinco cuadras del Palacio de Nariño.

“El próximo 14 de septiembre celebro mis primeros 45 años de preso”. Suelta una carcajada, tras unas gafas que achican su mirada. Se ordenó en La Ceja (Antioquia) en 1970, el mismo pueblo en el que pasó la adolescencia y los primeros años de servicio. Era el principio de las acciones que lo llevarían a ocupar la Capellanía General del Instituto Nacional Penitenciario (Inpec), desde 1992 hasta hoy.

La Arquidiócesis de Bogotá es regente de la fundación que lidera Fernández. En la sede de su organización (creada en 1997), un edificio de dos pisos, salones, doce habitaciones, consultorios y un restaurante que vende almuerzo, se le ve en faena.

Junto a dos cocineras, llena platos con sopa y seco, según el comprador. Como un soldado más, siempre de negro, va y viene de la cocina revisando que la sazón, higiene y atención sean adecuadas. Sonríe y desea buen provecho.

“El cura de hoy debe ser todero. El lavatorio de los pies no puede ser solo para el Jueves Santo, sino una actitud de servicio 24 horas, así sea sirviendo jugo en un lugar de estos”. El dinero que recaudan ayuda a mantener la edificación, pagar tres empleadas y conseguir algunos excedentes.

Allí mismo hay una oferta de servicios gratuitos para los presos (al quedar libres) y sus familias (cuando viajan de otras partes a visitarlos). En el hogar de paso pueden dormir 24 personas; en la zona de atención ofrecen consultorios odontológico, médico, psicológico y de abogados, y en la zona de capacitación les enseñan a crear productos sencillos (alimentos, bordados, artesanías) que se puedan vender fácil.

El padre advierte que la colaboración a expresidiarios es de cuidado. El hospedaje se da una o dos noches, mientras que estos se “contactan con sus seres queridos. Si no los reciben, ‘paila’, otra vez vuelve y juega”. Esa restricción evita que se reproduzcan vicios que traen de los patios.

“En la época del Viejo Testamento me invitaron a hacer labor social en la cárcel de La Ceja, horrible y vieja. Fui con susto. Pero desde ahí me quedé, al ver las carencias y el dolor”, recuerda Fernández. Luego conoció las de Rionegro, Abejorral y otras. “Fue un segundo seminario: me aterrizó y me hizo entender la fragilidad humana”.

***

Desde el inicio, el ambiente carcelero lo puso a prueba. A la penitenciaría de La Ceja, un día de Semana Santa, se le ocurrió llevar un crucifijo. “Yo de ingenuo quería hacer un vía crucis en el patio. Llegué temprano y puse la cruz contra la pared, cuando a los minutos oí un bullicio. Volteé a ver: uno llevaba navaja y a otro, la cruz le servía como garrote”.

El vía crucis devino calvario y ambos acabaron malheridos, uno de ellos en el hospital; a este, que el religioso distinguía porque le había robado una corona de la Virgen, optó por acompañarlo. “Aunque siempre que yo entraba al patio él no me podía ver y al saludarlo me respondía con madrazos, porque yo sabía del robo”.

Al despertar en el centro médico, el herido lo vio:

–¿Usted qué hace aquí?

–Vine a acompañarlo.

–Aquí me pueden matar… Usted no sabe que…

–Espere, no me diga nada. Duérmase y descanse. –El convaleciente le cogió la mano y Fernández pensó que lo iba a golpear.

–Prométame que no me va a dejar solo –pidió con voz entrecortada.

Y así fue. Lo acompañó. Luego el preso se recuperó y fue trasladado a Rionegro, a donde Fernández lo visitaba. Con los años, quedó libre y entonces quien hacía visitas era el expresidiario. Se hicieron amigos.

“Un domingo, quedó de ir a almorzar conmigo y no llegó. –Qué raro –pensé. Por la tarde, un muchacho me dijo que la familia lo había mandado a contarme que él iba a venir, pero se fue a tomar un tinto en una tienda, pasaron dos tipos en una moto y lo mataron”.

Ahí entendió por qué en el hospital le había rogado que se quedara. “No he tenido hijos. Pero el dolor que sentí fue como si me hubieran matado a uno”. Cada mes, cumple una cita. Con un equipo de médicos voluntarios, organiza brigadas en las que llevan atención a los reclusos del país. Empacan instrumentos y medicaciones; entonces, emprenden camino. En uno o dos días, atienden cualquier clase de dolencias.

La avanzada médica que nunca olvida fue en 1999, tiempo en que la guerrilla no perdía ocasión para hacer ‘pescas milagrosas’. El modus operandi era simple: un pelotón de subversivos montaba un retén en carretera, especialmente en la vía al Llano; detenía vehículos, saqueaba todo y secuestraba a quien sirviera como boleta de cambio.

Los médicos viajarían a Acacías (Meta). El temor batía la sotana del cura. “Viajábamos con medicamentos, instrumentos, lentes de optometría y 30 médicos. El botín perfecto para la guerrilla. Que me cogieran no era problema, pero sí me dolían los que iban a donar su trabajo”.

A pesar del aislamiento de los reos, algunos producen arte, como este cuadro que se pintó en la cárcel de Palo Gordo (Santander).

¿Cómo garantizar que respetaran la misión? Se fue para la cárcel Modelo de Bogotá a buscar a un jefe guerrillero. Al saludarlo, en la capilla, le puso la mano en la cintura y palpó una cacha de pistola. Se tragó los nervios y habló.

–No sé si usted cree en Dios, pero quiero pedirle que me respete una brigada para Acacías –dijo el religioso–. Necesito que me prometa, en nombre de Dios o de su madre, que no nos va a pasar nada, que no los secuestran.

El subversivo esbozó una sonrisa.

–Cura, a usted lo conocemos. –Miró al suelo y agregó–: Usted salvó a uno de los míos en Santa Rosa de Viterbo. –La memoria del padre viajó a la cárcel de ese pueblo boyacense, a la que años atrás consiguió entrar con un médico para auxiliar a un guerrillero que se moría y no le autorizaban salir por su alta peligrosidad.

“Entramos y le preguntamos si se arriesgaba a la operación (de estómago). Aceptó. Sobre unas tablas, con algo de droga, bisturí quirúrgico y sin anestesia, se hizo lo que se pudo. El dolor del hombre era terrible. Yo hacía lo que el médico decía. Y lo salvamos”.

Así que un acto del pasado se traducía en salvoconducto del presente.

–Vaya tranquilo, cura –sentenció el cacique–. Si en la carretera lo van a retener, usted se baja y habla con la gente. Si hace falta, dice que llamen a este teléfono (le entregó un papelillo) y no pasa nada.

Por fortuna, agradece Fernández, no se requirió la llamada.

***

“Uno puede pedirle a la gente 50.000 pesos, pero si el próximo mes vuelvo y pido, la gente me dice: ‘padre, no sea tan cansón’ ”. A propósito, confiesa: “El Gobierno no nos aporta un peso, porque los presos no dan votos”.

“Fue la mano de Dios”, dice, la que trajo el dinero para levantar la sede de Caminos de Libertad. Corría el 2009 y la curia poseía un lote junto a la iglesia Santa Bárbara (carrera 7.ª con calle 6B). El cura se mantenía en el templo, cuando le anunciaron que la organización Van Thuan, en Ciudad del Vaticano, les confería a él y a su fundación un premio de 25.000 euros como reconocimiento a su labor social.

“Dios es bello porque el premio nos permitió tocar puertas, como en las iglesias de Alemania y España” (que les aportaron recursos). Sobre el laurel, prefiere el bajo perfil: “Uno sabe que el premio no es para uno, sino para reconocer la obra que Dios ha hecho en uno, que es un siervo”.

En medio de un suspiro, advierte que los patios jamás dejan de sorprenderlo y relata cómo un hombre sufrió doble presidio. No solo era interno, sino que un cacique lo confinó a un rincón sin luz. Por su liberación, la familia debía pagar. “En una nota que me metieron al bolsillo, el hombre me pedía ayuda. Busqué al cacique, un paramilitar. Le dije que sabía del secuestrado y le pedí que lo liberara. Le dije que no iba a denunciar. A los minutos vinieron con el hombre y me dijeron: ‘Padre, ahí le dejamos a su muchacho’ ”.

Camina por los pasillos silenciosos, nada que ver con los que frecuenta. Señala para qué sirven este o aquel espacio, hasta penetrar en un salón.

Al cruzar la puerta, la mirada choca contra decenas de presos hacinados, como granos en un costal. A su izquierda, las facciones achiladas de una mujer miran al suelo, tras los barrotes. “Son rostros reales que fueron pintados por internos. Tenemos 12 cuadros que se titulan ‘Rostros de internos tras las rejas’. Queremos hacer una exposición”.

En contraste con el color, las imágenes hablan de oscuridad. “En urgencias no hay antibióticos, no insista”, se lee en uno, acompañado de un varón que se debate a las puertas de una enfermería, sangrante.

“Por solicitud de un interno le regalamos materiales a la cárcel de Palo Gordo (Santander). Y un día (2013), no sé cómo, pagaron el transporte, nos llegó una colección de quijotes, y luego estos”, expresa el cura, aún sorprendido. “Algunos de los pintores ya salieron. Y los que quedan hacen escuela con aprendices, Buscan libertad desde el arte”.

***

Viaja a enero del 2014. Al 27 de ese mes, cuando la cárcel Modelo de Barranquilla se convirtió en una sartén. Meses antes se formó un grupo satánico que vendía droga. Clavaron un muñeco en la pared y dijeron que se alimentaba de sangre. Eso produjo que cortaran reos y degollaran a uno.

“Hubo internos que se cansaron. Cerraron las salidas con colchonetas y se fueron a matar a los satánicos”, reconstruye. “Cuando los guardias iban a entrar, lanzaron gases y después las colchonetas se prendieron en fuego”.

Quienes trataban de salir tenían que saltar las llamaradas de hasta metro y medio de alto. En el intento murieron 17 hombres, carbones humanos que nunca más hablaron con sus familias. 36 salvaron su vida, a costa de dejar sus cuerpos como cauchos derretidos.

“El director me pidió ayuda. Estuvimos dos días acompañándolos con médicos y psicólogos. Fue horrible. Los sobrevivientes vieron a sus compañeros muertos o quemados”.

Camina hasta la puerta de la fundación y antes de poner el cerrojo advierte que la historia podría repetirse. Y ahí tendrá que estar él. Porque es la realidad, “un rostro del país que nadie quiere conocer”.

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