Ante la frustración, la respuesta del Congreso para lavarse las manos y sentir que algo se está haciendo es aprobar leyes con penas mayores, aun sabiendo que eso no reduce la ocurrencia de los crímenes y que tampoco garantiza que más personas sean enjuiciadas.
Hace un par de semanas se recibió con mucha indignación un fallo de la Corte Constitucional en el que se establece que los abusadores de niños, al igual que todas las otras personas que cometen delitos en el país, tienen derecho a rebajas de pena y beneficios judiciales si, por ejemplo, estudian o trabajan mientras pagan su condena. Pese a la frustración —entendible— de algunos sectores de la sociedad, el fallo tiene razón. Lo que está en mora en Colombia es un debate sincero sobre política criminal y tomar medidas para combatir la impunidad en delitos de este tipo.
Pese a que el Código de Infancia de 2006 dice que cualquier agresión física o psicológica hacia un menor de edad no tendría ningún beneficio judicial, el alto tribunal dijo que dichas rebajas son un derecho que adquiere cualquier persona al ser judicializada.
Según la Corte, la reducción de pena o el acceso a algún tipo de beneficio es una “expresión de la dignidad humana y es un instrumento por medio del cual el Estado ofrece al condenado la posibilidad de resocializarse, lo cual de ninguna manera supone una medida de desprotección a los menores, porque como se dijo en líneas atrás, esta se concreta a través de otros mecanismos presentes a lo largo de la intervención penal”. Es verdad. En principio, el sistema penal colombiano está diseñado para que quienes cumplan sus condenan tengan una segunda oportunidad de vivir en sociedad. Que ese objetivo en la práctica no se cumpla por serios problemas de diseño es otro tema, pero la carga no debe recaer sobre los prisioneros, que no pierden su calidad de ciudadanos por estar en la cárcel.
En este tema particular, ese es el problema central. Según la Alianza por la Niñez Colombiana, el artículo del Código de la Infancia “tiene como fin dejar un imaginario social que quien cometa delitos contra la niñez no podrá luego negociar con la justicia por ser un intolerable social”. Bajo esa concepción, la cárcel, más que rehabilitar, está diseñada para aislar del mundo a personas que no tienen corrección. ¿Es ese el modelo penitenciario que queremos en Colombia? Si la respuesta es positiva, antes debe darse un debate constitucional en el Congreso, porque el ordenamiento actual apunta hacia otro lado.
En los casos de abusos contra los menores, al igual que en feminicidio o en ataques con ácido (donde también se ha buscado volver aún más severo el sistema penal), lo que prima es la impunidad. Según datos de la Fiscalía del año pasado, a diario 122 niños son víctimas de abuso sexual y la gran mayoría de esos casos se quedan en el silencio. Ante esa frustración, la respuesta del Congreso para lavarse las manos y sentir que algo se está haciendo es aprobar leyes con penas mayores, aun sabiendo que eso no reduce la ocurrencia de los crímenes y que tampoco garantiza que más personas sean enjuiciadas. Lo anterior, además, sin entrar a considerar que el derecho a la verdad es otra manera de reparar a las víctimas.
Para defender los derechos de los niños, los esfuerzos de los movimientos afines deben dejar a un lado las soluciones inmediatas (que parecen inútiles) y exigirles al Gobierno, la Fiscalía y el Congreso que ya es hora de tomarse las falencias de la política criminal en serio. No sólo por los menores, sino por todos los colombianos que se enfrentan a un sistema colapsado e ineficiente de justicia.
Fuente: Editorial El Espectador