Las cárceles del horror

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Por: Saul Franco

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Columnista El Espectador

Más que centros de sanción y resocialización, las cárceles de Colombia y de América Latina son cada vez más universidades del mal, imperio de la violencia y escenarios de terror.


El 11 de este mes murieron 49 reclusos, y 12 más quedaron gravemente heridos, en el enfrentamiento entre grupos rivales del cartel de los Zetas, que es en realidad el que controla el penal, en la cárcel de Topo Chico, en México. En el primer semestre de 2014 murieron 150 reclusos en hechos violentos en las cárceles de Venezuela. Y el mayor horror se padeció en Honduras, en cuya granja penal de Comayagua murieron calcinados en un incendio – al parecer provocado – 382 reclusos el 15 de febrero de 2012. La lista podría seguir con amotinamientos, riñas, incendios, violaciones y asesinatos en las cárceles de Brasil, Perú, República Dominicana y casi todos los países de la región.

Pero no tenemos que pedir prestada la crueldad. Lo que se venía denunciando en las cárceles de nuestro país, en especial en La Modelo de Bogotá desde 1999, y que le costó el secuestro, la violación y la tortura a la valiente periodista Jineth Bedoya en mayo del año 2000, supera la ficción más perversa. Según las recientes revelaciones de la Fiscalía, que tardíamente investiga los hechos con base en los aportes de la periodista-víctima y de algunos exparamilitares, más de 100 personas entre presos, visitantes y hasta secuestrados llevados a dicha cárcel, habrían sido torturadas, ahorcadas, degolladas, envenenadas, descuartizadas o despedazadas, y luego desaparecidas en canecas de desechos o arrojadas a las alcantarillas del penal entre 1999 y 2001.

Que semejantes atrocidades hayan sucedido y que sólo ahora tengan audiencia y merezcan investigaciones penales y reflexión colectiva, son un indicador demasiado grave no sólo de la caótica situación carcelaria y el abandono estatal, sino de hasta dónde hemos llegado como sociedad, y una máxima alerta para que se hagan cuanto antes los cambios de fondo requeridos. El Nunca Más que viene creciendo en el país contra la guerra, debe extenderse sin reservas a situaciones como ésta.

Que no es exclusiva de la cárcel Modelo – qué ironía – sino que se han dado también en las de otras ciudades como Popayán, Barranquilla y Bucaramanga. No es sólo un asunto jurídico-penal. Es de orden político-social y cultural, y cuestiona por tanto la legitimidad del estado, los fundamentos de nuestra dignidad humana, los valores éticos de la sociedad, y hasta la salud mental individual y colectiva.

La situación carcelaria del país ha venido siendo denunciada de tiempo atrás tanto por la Defensoría del Pueblo como por distintas entidades. El nivel promedio de hacinamiento es del 50%, pero llega hasta el 483% en la cárcel de Riohacha según el propio Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario –INPEC-. Faltan las mínimas condiciones higiénicas, como agua potable, exposición al sol y servicios sanitarios. Proliferan la tuberculosis, el VIH, la escabiosis y las enfermedades venéreas. Al menos 2000 de los 117.018 presos que había en el país en el 2014 padecían problemas de salud mental según la Defensoría del Pueblo. Son cada vez más críticas las condiciones de atención médica para los reclusos. Se reportan a diario violaciones a los derechos humanos y discriminaciones de todo tipo con los presos de ambos sexos. Hay grupos organizados de presos que controlan internamente algunos penales y son rutinarios los sobornos a las autoridades y a los escasos guardianes.

Todo ello, y mucho más, es el caldo de cultivo para la barbarie y hace de nuestras cárceles y de las de otros países de la región, un reflejo de lo peor de nuestra sociedad, una bomba de tiempo con catastróficas explosiones periódicas, y una enorme tarea pendiente en la agenda de la construcción de sociedades más civilizadas y en paz.

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